La Villa Áurea se ubica en una colina de Tamarindo, Costa Rica, y desde el inicio su diseño se planteó como un reflejo del terreno inclinado: “se aprovecha la pendiente para generar una simbiosis entre la tierra y el cielo”.
La silueta curva que abraza el lugar
El rasgo más visible de la arquitectura es una cubierta de gran envergadura —“en forma de paraguas” según sus autores— que evoca las ondulaciones naturales del sitio. Bajo este volumen se disponen espacios tipo pabellón separados por pasillos ventilados, que permiten conectarse al exterior de manera fluida.
Arquitectura que emerge sin imponerse
Para reducir la huella visual y respetar el paisaje, buena parte del programa se “hundió” en el terreno, siguiendo la topografía. Así la casa aparece como emergiendo del suelo en lugar de imponerse sobre él.
Diseño climático y materiales locales
El proyecto incorpora ventilación cruzada gracias a los módulos independientes distribuidos en el nivel, mientras la gran cubierta protege del sol y la lluvia, logrando confort térmico con mínima dependencia tecnológica. Además, se emplea madera laminada y piedra local, lo que legitima su ubicación geográfica y dota al proyecto de autenticidad.
Atención al detalle y artesanía hecha hogar
El interiorismo del proyecto cuida al máximo los detalles: mobiliario fabricado con maderas rescatadas del propio terreno (guanacaste y guapinol), mosaicos personalizados realizados con un artista local, luminarias artesanales y materiales como el corcho que refuerzan la relación entre el interior y el entorno natural.
Construcción sensible al sitio
La cimentación aprovecha la roca firme del lugar, evitando excavaciones profundas, y se optó por un sistema estructural con pilares y vigas de madera pretensada que permiten una fijación mínima al terreno, preservando su integridad. Un descubrimiento fortuito de roca maciza se transformó finalmente en la bodega del proyecto, como símbolo de conexión con lo natural.
Fuente: architizer.com



