La alusión de la síntesis entre arte y arquitectura, si bien se remonta al origen de la disciplina, alcanza, en las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, significados y funciones sociales diferentes, constituyendo una de las características más llamativas de la Movimiento Moderno. Una integración presente en las obras de grandes nombres del movimiento como Mies van der Rohe, Le Cobusier, Oscar Niemeyer, por nombrar algunos.
No es nuevo afirmar que el modernismo nace de una expectativa de reconstrucción moral y material del mundo desolado por la guerra, emergiendo como una herramienta para fortalecer la identidad colectiva y, en consecuencia, el vínculo entre habitante y ciudad. Es en este contexto específico que se evoca la dimensión artística como herramienta para modelar la vida emocional del usuario, en el que el arte y la arquitectura unidos pueden dar un significado más allá de la técnica, ofreciendo un lugar que representa el sentimiento de colectividad.
En la formación profesional de la época, lo que Argán (1992) denomina “racionalismo metodológico-didáctico”, presente en la concepción de la Bauhaus, fomentaba precisamente la unidad entre las artes a través de una “obra de arte total”, integrando arquitectura, pintura, escultura, diseño, artesanías y manualidades. Esta cooperación también debe verse en el lugar de trabajo, articulando el trabajo manual e intelectual en una experiencia compartida. Tal y como afirmaba su gran exponente, Walter Gropius, lo ideal era que el arquitecto conociera tanto de pintura como de arquitectura que conociera a un pintor. No se debe diseñar un edificio y luego recurrir a un escultor, eso sería incorrecto y perjudicial para la unidad arquitectónica.
Además del programa Bauhaus, Le Corbusier también planteó la integración entre las disciplinas y, lo que es más importante, a través de la asociación de elementos de pintura y escultura con conceptos formales de arquitectura. En este sentido, Le Corbusier -a pesar de ser una “muestra unipersonal”, ya que, aunque predicó la síntesis de las artes en sus concepciones, actuó siempre solo como un artista completo que se consideraba a sí mismo-, dijo que la relación de indiferencia entre arquitectos, pintores y escultores deben dar paso a encuentros fructíferos en el terreno de la realidad, es decir, en la propia obra, creando y proyectando en completa armonía.
El caso es que esta relación intrínseca sonaba, en cierto modo, utópica tanto que Lucio Costa afirmó que este gran arte necesitaría un estado de evolución –cultural y estético– casi imposible de lograr, en el que se formaría la arquitectura, la escultura y la pintura como un cuerpo coherente, un organismo vivo que no puede desintegrarse. Sin embargo, el Palacio Capanema en Río de Janeiro es sin duda el más cercano a esta utopía en Brasil apelando, desde el inicio de la concepción, al pintor Cándido Portinari, las esculturas Brubo Giorgi y el arquitecto paisajista Burle Marx. El resultado, como dice el historiador francés Yves Bruand, es un conjunto de gran riqueza plástica, que realza y complementa magníficamente la arquitectura, pero al mismo tiempo subordinada a ella.
Aunque sus obras se han convertido en un gran ejemplo de la fusión entre arquitectura y arte, Oscar Niemeyer también compartía la misma idea de Costa de que solo en circunstancias extraordinarias se podría lograr una verdadera síntesis de las artes. Destacando también la necesidad fundamental de organizar un equipo capaz de empezar a trabajar desde el inicio de los bocetos arquitectónicos, discutiendo amistosamente la problemática del proyecto en sus más mínimos detalles, sin dividirlo en áreas especializadas, pero considerándolo como un todo uniforme y armónico.
Sin embargo, a pesar de que lo ideal es la construcción colectiva entre las disciplinas desde el inicio del proyecto, la posterior invitación al proceso de diseño no invalida el resultado final. Un ejemplo de ello es el Salón Negro del Palacio de Congresos de Brasilia, donde el artista Athos Bulcão fue invitado por Niemeyer después del proyecto, definiendo un lenguaje de ejecución abstracto y simple utilizando el granito negro del piso y el mármol blanco de las paredes que resultó en un mural integrado con la arquitectura y con los materiales ya utilizados en la arquitectura. Este mural de patrones abstractos se utiliza como ejemplo para muchos estudiosos, incluido Paul Damaz cuando dice que el lenguaje no figurativo es el que mejor encajaría con las obras modernistas. En este sentido, el autor también cita como ejemplo el bronce semifigurativo de la artista Maria Martins en el jardín del Palácio da Alvorada evocado por la «afinidad de forma entre las líneas curvas» de la escultura y los «graciosos pilares del edificio», como ejemplo exitoso de integración.
Sin embargo, mientras Damaz elogia la integración de la arquitectura y el arte en los proyectos de Oscar Niemeyer, rechaza uno de los ejemplos más importantes de integración entre las disciplinas en la historia del modernismo, que es la Ciudad Universitaria de la Ciudad de México. Este país, que puede considerarse un precursor en la incorporación del arte a la arquitectura, dado el muralismo practicado desde 1920, tiene su máximo exponente en este conjunto arquitectónico. Inaugurada en 1952, contemporánea del VIII CIAM, Cidade Universitária fue obra de más de 100 arquitectos, además de ingenieros, artistas visuales y paisajistas. Entre varios ejemplos artísticos que componen el proyecto, los más significativos son los murales de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Juan O’Gorman y Francisco Eppens, quienes, por ser figurativos, reciben críticas del autor por la diferencia de estilo en el unión del realismo social a la arquitectura funcionalista, en detrimento de esta última. De todos modos, independientemente del análisis crítico, es imposible no reconocer a la Ciudad Universitaria como un museo de arte al aire libre, y un ejemplo de cooperación y colectividad.
Ya sea la integración establecida desde los primeros bocetos o en el proceso de construcción de la obra, ya sea a escala monumental o en una inserción concreta, la materialización de esta relación entre diferentes disciplinas se produjo con diálogo y coherencia entre arquitectos, pintores y escultores, tratando el trabajar como una unidad. Entendiendo esto, es alarmante presenciar hechos como la reubicación de los paneles del artista Athos Bulcão en el Palacio Planalto de Brasilia, en 2009, debido a una renovación. La propia fundación Fundathos se opuso, ya que la ubicación original fue definida por Athos al mismo tiempo que Niemeyer diseñó el palacio en 1950, cuando, juntos, decidieron cómo sería la obra de arte y dónde estaría.
En una transición entre escalas, cabe mencionar que la integración entre arte y arquitectura también se puede ver en la inclusión de elementos específicos, pero no menos importantes, como es el caso emblemático del Pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe. Es cierto que la escultura Alba, del escultor alemán Georg Kolbe (1877-1947), no es imprescindible para el pabellón. Pero, ¿qué sería fundamental en este ejemplo de un nuevo diseño arquitectónico, si no solo su composición de planos y puntos de apoyo verticales? El pabellón es completamente independiente de la escultura, así como de los materiales utilizados, sin embargo, no es posible imaginarlo hoy sin esta presencia humana en una pose retorcida que compone marcos estudiados con precisión dentro de la trayectoria vivencial de la obra. Como bellamente afirma Claudia Cabral, “en el delicado equilibrio de Mies, guiado por asimetrías parciales y un sistema de compensaciones, la escultura es el único elemento que no tiene par […] Mies decidió colocar una sola escultura, una sola elemento figurativo singular en su planta abstracta. En el juego de reflejos, transparencias y golpear el pabellón, las posibles parejas de la figura de bronce somos nosotros, seres humanos de carne y hueso, los visitantes.»
Como advirtió Rino Levi, la arquitectura no es secundaria, pero tampoco es la madre de todas las artes. El arte es uno y su valor se mide por las emociones que despierta en nosotros. La pintura, la escultura pueden tener una vida independiente, sin embargo, cuando se aplican a la arquitectura, se convierten en partes de un todo. Una lección de colectividad e intercambio de experiencias que surge en el diseño del proyecto y florece en todos aquellos que tienen la oportunidad de visitar la obra.
Fuente: arquidaily.com